A mediados de los 90, la industria de Hollywood empezó a apostar muy fuerte por seducir a los videojuegos gracias a aquel concepto, hoy devorado por internet, llamado “Multimedia” que venía de la mano de los primeros CD-ROM y las máquinas recreativas que funcionaban con LaserDisc.
El fenómeno ya venía manifestándose desde tiempo atrás, primero con conversiones de películas en juegos (el famoso caso del E.T. de Atari y su desastre de ventas, por ejemplo) y después, con casos de transfugismo como el de Hal Barwood, que pasó de prometedor guionista del universo de la USC y del “Nuevo Hollywood” a creador de videojuegos tan famosos como el Indiana Jones and the Fate of Atlantis.
Pero este episodio sucedido en los 90, fue muy distinto, ya que las capacidades de los nuevos sistemas para insertar vídeos en los juegos hacía que se empezara a llamar a directores de cine para rodar las imágenes de los programas. El propio Barwood tendría que desempolvarse como director en Rebel Assault II, siendo el primer cineasta que rodaba en muchos años con el atrezzo de Star Wars.
Este coqueteo entre videojuegos y cineastas fue tan intenso que incluso llegó a España, donde Álex de la Iglesia y Enrique Urbizu se subieron a la ola en 1995 dirigiendo dos videojuegos/películas interactivas –Marbella Vice y Los Justicieros, respectivamente– en los que seguían diluyéndose las fronteras entre los formatos.
Un año después de esas dos aventuras españolas (auspiciadas ambas por la empresa Picmatic), DreamWorks se lanzaría a conquistar un terreno que parecía ideal para un estudio como ese, que aspiraba a tener un pie en cada sector del entretenimiento.
El principal atractivo del juego era, obviamente, el de rodar tu propia película; algo posible gracias a que se te daba la posibilidad de elegir de entre un montón de planos que el verdadero Spielberg había rodado para ti y que se almacenaban en los tres diferentes CD-ROMS que ocupaba el juego.
Lo curioso era que los actores con los que el director de Tiburón había rodado esos planos eran Jennifer Aniston –en la cima de la fama gracias a Friends–, y Quentin Tarantino, que por aquel entonces seguía experimentando con la idea de trabajar como actor en películas ajenas (Duerme conmigo, Alguien a quién amar).
La idea dentro de la película que tenías que rodar, rozaba la locura. En el corredor de la muerte, Jack Cavello (Quentin Tarantino) va a ser ejecutado por el asesinato de la señora para la que trabajaba como chofer.
Apenas quedan horas para que le sienten en la silla eléctrica y en ese tiempo, su novia Laura (Jennifer Aniston) tiene que demostrar que Jack es inocente y que realmente fueron dos magos los que acabaron con la vida de la mujer.
Las opciones para contar la historia eran más amplias de lo que uno podría pensar en un primer momento y el juego incluso nos permitía ponernos bergmanianos introduciendo a la Muerte, con su vestimenta negra y su guadaña, abriéndole la puerta del corredor de la muerte a Tarantino.
Pero si algo dominaba por completo la experiencia de rodar la película dentro de Steven Spielberg’s Director’s Chair era ver a un Tarantino desencadenado a lo largo de todos y cada uno de los pixeles del monitor.