Entre taquitos al pastor, un choripán, chivitos y un choclo asado en Colombia. ¿Quién no ha comido en la calle? ¿Es realmente un riesgo?
Las familias latinoamericanas dedican hasta el 30% de sus gastos en comida callejera informal, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Un porcentaje alto, más aún cuando los principales consumidores son de ingresos bajos y medios.
La comida callejera es parte del paisaje urbano de Latinoamérica y también una industria en crecimiento, si se tiene en cuenta que 8 de cada 10 latinoamericanos viven en ciudades. El ritmo de vida citadino, la accesibilidad de precios y el apetito por el “sabor local” hacen de la comida informal una opción cada vez más popular.
Un estudio del Banco Mundial en Perú, encontró que la mayoría de los consumidores (90%, para ser exactos) comen por lo menos una vez a la semana fuera de casa, ya sea en restaurantes o en puestos de comida ambulante.
Y esto no es solo un fenómeno local. De cierta manera la comida callejera se ha globalizado con la apertura y el turismo. Datos de una encuesta de Booking, el portal líder mundial de hospedajes, reflejan que en 2018 la comida callejera será un factor crucial para el turismo: más del 50% de los viajeros consultados dijeron que probar la comida callejera es parte esencial de sus planes.
A nivel mundial, se estima que los alimentos que se venden en la vía pública representan alrededor del 30% de la ingesta calórica de sus consumidores.
De ahí la relevancia de pensar no solo en la sanidad, sino también en el aspecto nutricional. Y no hay que olvidar que un porcentaje importante de la población de los países en desarrollo aún sufre de desnutrición crónica, afectando no solo la salud de quienes la padecen sino también el desarrollo de las sociedades.
Entre las cifras de desnutrición y el crecimiento del consumo, los expertos ven la venta de comida callejera como una vía adicional para promover una alimentación más nutritiva.
La FAO y la Organización Mundial de la Salud (OMS) crearon en la década de los 60 la Comisión del Codex Alimentarius con miras a orientar y establecer normas universales de nutrición, sanidad e inocuidad de los alimentos. Esto ha ido evolucionando con los años y puede servir como material de consulta a la hora de planificar una alimentación balanceada y segura.
Ya hay algunas iniciativas en marcha para hacer más segura y sostenible la comida callejera.
Justamente, es el caso de Musana Carts, una organización en Kampala, Uganda, que brinda capacitación a los vendedores sobre el procesamiento y conservación de alimentos. También promueve la modernización de los carritos ambulantes: estos funcionan con energía solar y están diseñados con materiales que ayudan a la conservación y protección de alimentos.
En África, como en Latinoamérica, la comida callejera tiene un enorme potencial latente, pero aún un largo camino por recorrer.
“Es el único lugar donde los ricos y los pobres de todos los ámbitos sociales se encuentran y olvidan sus diferencias durante los pocos segundos que se tardan en saborear un bocadillo”, afirma Nataliey Bitature, fundadora de Musana Carts.
También es una importante fuente de ingreso, especialmente para las mujeres, quienes representan entre el 70% y 90% de los vendedores en algunas regiones.
Ante este escenario, los expertos destacan la importancia de implementar políticas públicas que promuevan mejores condiciones para que el sector alimentario informal ofrezca servicios más eficientes y con menos riesgos para la salud.