Definitivamente la producción de vacunas y municiones eran cruciales porque ambas defendían contra el enemigo. Este era el mensaje político que circulaba hace décadas en México, cuando el país contaba con un sistema de inmunología tan sólido que no solo abastecía a la población de todos los biológicos recomendados por la Unicef sino que exportaba a 15 países.
Con una de las pandemias más brutales que se recuerdan desde la gripe de 1918, la palabra vacuna se ha convertido hoy en el término de la esperanza en todo el mundo. Pero México, como tantas otras naciones, ha ido perdiendo su soberanía en este campo, arrastrando con ello la investigación que se desarrollaba en sus laboratorios y el empleo que se generaba. Ahora la dependencia internacional obliga a competir en un mercado donde ganará el que más dinero ponga sobre la mesa.
“La producción ahora es mínima, más del 90% de las vacunas que se aplican en México provienen del sector privado”, dice Fernando Ramos, profesor de la facultad de Medicina de la UNAM.
Las campañas inmunológicas todavía cubren las recomendaciones internacionales razonablemente en este país, pero todos los que de un modo u otro están relacionados con esta materia lamentan la pérdida de soberanía. Ramos trabajó en el Instituto de Higiene a finales de los ochenta, cuando todo el sistema de inmunología federal se estaba desmantelando.
Hoy el Birmex, como se denomina a los laboratorios nacionales y de reactivos de México apenas se encarga del tétanos, la difteria y la poliomelitis. “La UNAM está trabajando en su vacuna contra la covid-19, pero no es lo mismo hacerlo en un laboratorio para probar en animales que producir para millones de personas”, sostiene Ramos. En el Birmex no hablan con este periódico si no es con el permiso de la Secretaría de Salud, donde no contestan a esta petición. México ya no compite a la cabeza en las vacunas.
África y Asia son las zonas donde se dieron los primeros ensayos rudimentarios para inmunizar a la población a partir de la inoculación de los humores de las pústulas en heridas abiertas o bien con polvo de pústulas secas que se aspiraban por la nariz.
Era la prehistoria de la inmunización. En 1804, Carlos IV envió a México al doctor Francisco Javier Balmis y con él una cuerda de niños sacados de los orfanatos a los que se iba infectando sucesivamente con la viruela para que las pústulas llegaran frescas a América. De brazo a brazo.
Ese era el sistema. Después de aquel descubrimiento de Edward Jenner para la viruela habrían de pasar otros 100 años hasta la siguiente vacuna. Por cierto, que algunos de aquellos niños murieron en el experimento y a los demás nunca los regresaron, como habían prometido. Pasteur probó la antirrábica con un niño al que había mordido un perro y ya no había esperanzas.
Le salvó. Eran los finales del siglo XIX. “Lo interesante de aquella época”, dice la profesora del departamento de Salud Pública de la UNAM Ana María Carrillo Farga, “es que los avances en microbiología se comunicaban y extendían de forma altruista por todo el mundo a través de los gobiernos o de instituciones internacionales”.
Un mundo global al que ahora se vuelve de nuevo la mirada.