Aunque nos neguemos a aceptarlo, vivimos en una sociedad naturalmente enferma. La ciencia y la tecnología se cansan sólo de decir que gracias a los avances que han surgido en diferentes ramas del conocimiento científico, nuestras vidas, si bien no son las mejores, sí son mucho más fáciles de sobrellevar. No hay que ser un genio para darnos cuenta de que los avances en cuanto a gadgets y herramientas, además de hacernos más sencillas las cosas, también nos han convertido en seres perezosos y sin mucho ánimo de pensar.
Uno de los problemas que acarrea más visitas al psicólogo en la actualidad es la depresión. Se trata de una pandemia moderna, cuya existencia hasta mediados del siglo XX era casi nula. Aparejada a esta afección, junto con el nacimiento de una polémica medicina apareció uno de sus principales síntomas: los ataques de pánico.
Depresión para todos
Para los años cincuenta, al menos el 1 % de la población estadounidense sufría algún tipo de depresión. Ver un caso real de este trastorno era realmente raro; la gente parecía más feliz, y es que si lo comparamos con los pacientes reportados en los últimos años, podemos decir con seguridad y un poco de preocupación en nuestros rostros que, en efecto, eran mucho más felices. No obstante, este aumento de infelicidad no está ligado directamente a los científicos ni a sus descubrimientos, pero si consideramos que la invención de los antidepresivos marcó una diferencia que ahora se refleja en un 15 % de personas diagnosticadas, es hora de empezar a sospechar.
La tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales en 1980 desplazó un poco a las teorías freudianas que apuntan a que las enfermedades mentales tienen orígenes en deseos y traumas reprimidos y les dio un carácter mucho más clínico. Esto evidentemente benefició a las empresas farmacéuticas, que inmediatamente se pusieron a investigar y lanzar medicamentos «capaces de combatir» estos trastornos, entre ellos la ansiedad.
El nacimiento de los ataques de pánico
El descubrimiento de la imipramina, un fármaco antidepresivo cuya función ─al menos la que se esperaba que tuviese─ es la de acabar con los problemas de ansiedad; no obstante, aunque los efectos a corto plazo estaban demostrados, lo cierto es que el trastorno permanecía acumulando cada vez más estrés en el cuerpo de los pacientes. Invariablemente, al no sentirse del todo bien, los pacientes comenzaron a tener pensamientos recurrentes de tipo «¿Y si lo mío no es sólo ansiedad?», «Quizá tengo algo mucho peor que los doctores ni siquiera conocen», lo que devino en ataques de pánico a lo largo de todo el mundo.
En su libro My age of anxiety (2014) el escritor y periodista estadounidense Scott Stossel asegura que para 1979 ni siquiera existía algo conocido como trastorno de pánico, pero después de la invención de la imipramina, los casos de este nuevo padecimiento subieron hasta llegar a la alarmante cifra de 11 millones de pacientes. Es por ello que cuando hablamos de una sociedad enferma, no estamos diciendo que exista una especie de epidemia mundial, sino que nos hemos enfocado tanto en sentirnos bien a corto plazo, que lo único que se ha hecho al respecto no es crear tratamientos efectivos, sino almohadas sensoriales que nos llevan a un punto de confort que no necesariamente está relacionado con la salud integral del cuerpo.